Vania Ochoa
En el último tiempo hemos presenciado acontecimientos
desoladores en cuanto al tema migratorio en el mundo. No sólo hemos escuchado
de los naufragios en el Mar Mediterráneo y los cientos de migrantes buscando
refugio en Europa o las decenas de personas muertas durante el mismo trayecto.
También hemos escuchado como la política anti migratoria de Trump en Estados
Unidos separó a más de dos mil niñas y niños de sus familias y las/los hizo
permanecer en cámaras cercadas con alambres, siendo en realidad centros de
detención para las niñas y niños migrantes. Sin ir más lejos, en Chile cada
cierto tiempo escuchamos como es el trato a trabajadoras y trabajadores
migrantes y las condiciones que deben soportar por parte de empleadoras/es. Y
nos estremecemos cuando conocemos la historia de Joane Florvil, juzgada por
toda una sociedad tras ser catalogada de “mala madre por abandonar” a su hija,
cuando sólo buscaba ayuda y nadie se la brindó, por no entender su idioma natal
y ella no hablar español, viviendo una secuela de maltratos y posterior calvario
por parte del Estado de Chile. Todos estos sucesos nos llevan a analizar cómo
los procesos migratorios se están desenvolviendo en el mundo y en este
territorio.
La migración se ha convertido en un fenómeno mundial
que ha aumentado cada vez más. Por lo general, se representan las migraciones
como un traspaso de límite político-administrativo, es decir, de un país a
otro, pero también existen procesos migratorios en cada una de las sociedades.
De esta manera, se debe comprender que, históricamente, las personas han
migrado debido a la necesidad de encontrar más oportunidades y mejores
condiciones de vida. Por tanto, las transiciones demográficas se deben a diversos
factores que ocurren en el lugar de origen. Estos se relacionan a problemas
económicos, políticos, sociales, culturales y/o bélicos, entre otros, a los
cuales las personas deben enfrentarse día a día.
Estos desplazamientos implican generalmente cambios
forzados o no deseados en la vida de las y los migrantes. Así, migrar significa
vivir nuevas lenguas, nuevas historias y nuevas identidades que están en una
constante mutación. Se tejen encuentros y desencuentros entre los recién
llegados y la sociedad que acoge. Por ende, migrar no significa que el punto de
llegada sea seguro e inmutable. Más aun, significa consecuencias emocionales en
el caso de no poseer un círculo de contención que apoye la transición de un
lugar a otro. Además, se debe considerar que en las comunidades de origen la
estructura familiar y los lazos se han modificado y fracturado. Pero no se debe
olvidar que las y los migrantes traen consigo una “mochila propia”, es decir,
un idioma, una historia, una familia y una cultura. Por ello, los procesos de
adaptación y asimilación en los lugares de destino, muchas veces muy diferentes
a sus lugares de origen, no deberían ocasionar la pérdida de sus identidades.
En el escenario global, la Organización Internacional
para las Migraciones - OIM; estimó que hay alrededor de 232 millones de
migrantes internacionales en el mundo (2015), esto se explica en concordancia
al desarrollo de la economía mundial, que atrae a una gran cantidad de migrantes
hacia las urbes económicas de cada región. No obstante, los grandes flujos
migratorios no han encontrado correlación ni en la gobernanza ni en las
políticas migratorias de los lugares de destino.
La mala gestión de los aparatos estatales y de los gobiernos
sobre los procesos migratorios, ha desencadenado soluciones improvisadas con el
fin de superar deficiencias en las necesidades básicas como los servicios de
salud y educación, el acceso al mercado laboral y la vivienda. Pero, no han
posibilitado que las y los migrantes se establezcan de manera concreta y
permanente, sino más bien, estos se establecen en zonas periféricas de las
grandes ciudades, propensas a peligros y en lugares precarios, con limitado
acceso a recursos, servicios y oportunidades indispensables para la resiliencia.
Si bien Chile no se caracterizaba por ser un país
constituido por grandes flujos migratorios, en los últimos años la migración se
ha convertido en un tema de magnitud política y social, primando los movimientos
migratorios de carácter intrarregional, es decir, migrantes provenientes de
países fronterizos y latinoamericanos. Sin embargo, el Estado chileno no ha proporcionado
instrumentos pertinentes para gestionar y facilitar solución a los problemas
generados a partir de la creciente presencia de migrantes, sólo ha oficializado
cambios menores en sus políticas tradicionales para salir de las presiones
coyunturales, reacomodando la estructura institucional con políticas coercitivas.
Las políticas migratorias en Chile tienen data desde
la construcción del Estado-nación, pero lejos de ser políticas de integración
social y cultural, poseen un fuerte sesgo colonialista, racista y
discriminatorio. Sólo por nombrar algunos hitos importantes nos encontramos con
la Ley de Colonización del año 1845, la cual promovió y fomentó de manera
oficial la llegada de colonos europeos. Con esta ley se esperaba atraer y
retener población blanca y europea, generando la disputa de territorio con las
comunidades mapuche en las regiones sureñas. Por otro lado, durante la Dictadura
Cívico Militar se promulgó la Ley 1.094, más conocida como Ley de Extranjería,
vigente actualmente y que rige toda normativa relacionada con el ingreso y
egreso de personas en el país. La dictadura utiliza un lenguaje político que
asocia la amenaza extranjera con ideologías de izquierda, reemplazando la
categoría de migrante por la de extranjero, alejando el significado tradicional
de migrante e instalando un nuevo referente que refuerza la idea de peligro. En
este sentido es importante mencionar el anacronismo que caracteriza a esta ley,
ya que la norma corresponde a un escenario de treinta años atrás y no a la
sociedad actual, constituida por cantidades cada vez más significativas de
migrantes y en estrecha relación con los procesos económicos de la región
latinoamericana y otras regiones del mundo.
A partir de los mecanismos de control establecidos
desde la Dictadura Militar y que continúan en esencia durante los gobiernos
democráticos, se observa una concepción dual del sujeto inmigrante, es decir,
un extranjero deseable (el colono) y otro no deseado (el espontáneo), ganando
terreno la visión negativa, pues las y los migrantes no deseadas/os son una
potencial amenaza para la nación.
Sin embargo, nos encontramos con otro elemento
relevante y es que el Estado chileno participa en instancias de integración
económica neoliberal como el MERCOSUR, el TLCAN y la Comunidad Andina, lo que muestra
una imagen del país en el extranjero que recalca la estabilidad económica,
política y social, en contraposición a la realidad que viven otros países de la
región, y que a su vez motiva el arribo al territorio para la construcción de
un proyecto de vida. Pero que en realidad no es más que acelerar el intercambio
de diversos factores productivos en el sistema económico y político, como la
mano de obra barata.
Una mano de obra barata, de característica latina,
joven, femenina, indígena y, en los últimos años, afro-descendiente. Que se
encuentra entre los 20 y 35 años de edad, por ende, pertenece a la población en
edad fértil con potencial reproductivo y laboral. Para el año 2014, según dato
del Departamento de Extranjería y Migración – DEM, el número de mujeres supera
al de los hombres, representando un 52,6% del total de la población migrante.
Pero debemos considerar que estas cifras dependen de las visas otorgadas
legalmente y no contemplan la situación de migrantes sin documentos o en la
ilegalidad institucional.
Asimismo,
la migración latinoamericana en su origen no es homogénea, siendo la condición
socioeconómica preponderante y determinante para el proceso de inserción
laboral en el país. Las/los migrantes provienen de diferentes grupos, por lo
que se enfrentan a diferentes situaciones y realidades, que en cierta medida,
pueden colocar en incertidumbre su permanencia en el país. Por tanto, los problemas
que les afectan no son los mismos para los distintos grupos migrantes,
diferenciados en edad, clase, género, pueblos originarios, etc. Siendo más
afectados los grupos indocumentados y en condiciones de mayor pobreza, añadiendo
la no existencia de redes sociales que faciliten su proceso de inserción en la
comunidad local.
En
este contexto, la educación se ha convertido en uno de los principales focos de
atención y preocupación de las familias migrantes, ya que es la niñez migrante
la más afectada con la vulneración de este derecho universal, sobretodo en un
país en que la educación de calidad es considerada un privilegio y un bien de
consumo a la cual sólo algunos grupos de la sociedad pueden acceder. Los
procesos de reunificación familiar de migrantes demandan este derecho por lo
cual el Estado chileno ha formulado normativas y decretos que sólo han
garantizado el acceso de niñas y niños migrantes al sistema educativo, con el
fin de cumplir con la Convención Internacional por los Derechos del Niño de
1989. Pero no ha garantizado una educación acorde a las realidades de las
familias migrantes que marcan una fuerte presencia en las escuelas públicas.
Más
aun, para las comunidades migrantes la escuela es el primer espacio de
integración, e inclusive es la cara más visible del Estado, donde pueden
informarse y hacer valer sus derechos sociales. Sin embargo, en reiteradas
ocasiones se encuentran con un eje de discriminación al interior de las
escuelas, por las adultas y los adultos que integran el sistema educacional
como también por parte de las y los pares infantes, principalmente por su color
de piel, su fenotipo, su manera de hablar, su personalidad o por su nacionalidad.
De este modo, poco sirve que la normativa vigente señale que el Estado debe
proporcionar el derecho a la educación de la infancia migrante ya que la
mayoría de las familias migrantes se encuentran con obstáculos durante este
proceso y terminan sintiéndose discriminadas por los establecimientos educativos.
En
este punto es donde debemos detenernos para dar cuenta de cómo el sistema
educativo genera y reproduce representaciones no reales de las comunidades
migrantes. La política educacional chilena entrega una enseñanza de valores y
concepciones construidos en contextos muy diferentes al actual, basados en la
homogenización y en el no reconocimiento de la diversidad que existe en la
sociedad, exaltando lo “nacional” desde una mirada histórica y transgrediendo
todo lo que puede ser considerado diferente, versátil y heterogéneo, excluyendo
a la comunidad migrante y por ende a la niñez migrante. Pero, importante es
recordar que esto no sólo ha sido ocasionado desde el aumento de migrantes
intrarregionales, sino que ha sido una práctica constante del Estado chileno
desde su constitución, pues también ocurrió con los pueblos indígenas,
resaltando el caso del pueblo Mapuche.
Estas
situaciones se vuelven aún más preocupantes teniendo en cuenta el rol que
cumplen las escuelas como primer espacio socializador de la población más joven
del país. Además, es el lugar donde las niñas y los niños viven y construyen
gran parte de su infancia. De esta manera, la escuela es un espacio vital para
las niñas y los niños migrantes, no sólo porque es el primer acercamiento a la
comunidad local, sino porque además es un espacio referente donde aprenden las
pautas o normas de comportamiento de la niñez local. Por tanto, que en este
espacio se desarrollen experiencias discriminatorias y racistas, tanto desde el
sistema educativo institucional como por las personas que desarrollan labores
educativas e incluso por sus pares infantes, es preocupante, ya que no sólo
afectará la autoestima de las niñas y los niños migrantes por medio de
estereotipos y prejuicios, sino que además dificultará sus procesos de
integración social en los lugares de destino.
De este modo, el sistema educativo se convierte en uno
de los principales mecanismos que reflejan el tipo de sociedad que se ha
construido frente a temas como la migración y la infancia. Por medio de las
experiencias y vivencias de la niñez migrante se visibiliza cómo el sistema
educativo determina una sociedad con valores intolerantes, generando un entorno
excluyente y poco amoroso para las niñas y niños, en general y para la niñez y
comunidad migrante en particular.
Por lo tanto, debemos reflexionar el cómo desde
nuestros espacios políticos y desde nuestras prácticas cotidianas cuestionamos
y transformamos estas realidades desiguales, clasistas, racistas y machistas en
las cuales se vulnera a las comunidades migrantes intrarregionales. Conocemos
que la construcción de una política institucional, en particular la educación,
influye en la creación de una imagen estereotipada de las y los migrantes, que
valora la homogeneidad por sobre la diversidad que pueden entregar las culturas
migrantes a la sociedad de llegada, provocando una resistencia e inclusive un
prejuicio bidireccional, donde la sociedad local discrimina a la comunidad
migrante y ésta a su vez se margina sin interrelacionarse con otros grupos.
Comprendemos que estas situaciones se extrapolan a
la niñez migrante por lo que es urgente modificar este escenario violento, ya
que las niñas y los niños migrantes deben dejar de sentirse desintegradas y
desintegrados por sus pares y por el conjunto de la sociedad. Por esto, la
sociedad que acoge, debe reconocer desde una perspectiva de respeto y
diversidad, de-colonial e intercultural a la niñez migrante, dejando de lado
los sesgos adulto-céntricos, entendiendo que las niñas y los niños, de por sí,
son sujetos/as sociales, participes y protagonistas del desarrollo de sus
derechos, ya que es en la infancia donde se reproducen los roles de género y se
socializan las primeras frustraciones. Debemos percibir que la niñez migrante posee
motivaciones, objetivos y estrategias propias, que sus proyectos no son
reducibles a los de los adultos, y que mediante su subjetividad y sus discursos
comprenden la realidad desde sus experiencias como niñas y niños, pero no por
ello menos valoradas y menos significativas.