Comenzamos soplándonos las pelusas de las pestañas y acomodándonos el mechón de cada una detrás de la oreja, mientras la otra escribía o leía muy concentrada. A veces compartíamos la manzana verde del recreo, la mascábamos al mismo tiempo y la manzana tibia, se desmayaba entre nuestros labios.
A veces pensaba si ella o yo hubiéramos usado frenillos, esos besos vegetales se habrían convertido en un abrazo eterno de carne, y nos habríamos dormido susurrándonos canciones falsas para el resto, y tan profundas para nosotras.
A veces hablábamos de esas cosas, a veces. A veces nos quedábamos mirando las nubes venir hacia nosotras y estoy segura de que ambas fantaseábamos con ser cubiertas por ellas, para ser invisibles para el resto alguna vez… y así sentir la piel de gallina de la otra sin miedo-nervio-culpa y así danzar no más con las pestañas, los ojos, y las lenguas y quedarnos bien paradas y no escondidas detrás del mueble de la cocina, del armario o debajo de la camioneta de mi tío. Así, fuimos aprendiendo juntas de esas cosas; de las que duelen y hacen cosquillas. De esas cosas que mi mama y mi abuela no quisieron escuchar cuando pensé que era obvio lo para todas lo que estaba pasando. “De esas cosas no se habla”, se me quedo bajo la piel toda como un implante de vergüenza al que desarrolle una alergia terrible que me tuvo con fiebre ese verano entero. Había algo de bello en el misterio del amor, pero me costaba tanto vivir a respiros cortitos cuando íbamos a comprar el pan y todos nos miraban aunque nadie se atrevía a decir nada.
Comenzamos soplándonos las pelusas de las pestañas y poniéndonos tiesas de miedo a la tibieza de la otra durmiendo ahí mismo, tan cerca-tan cerca, que nos sentíamos el olor del pelo y nos decíamos “cambiaste de champú”, o “no te lavaste el pelo hoy día”, y nos reíamos en vez de dormirnos, hasta encontrarnos de a poco, inventando cualquier juego para encontrarnos. Comenzamos así, soplándonos despacito, hasta que la ventolera entro por las ventanas y nos dejó chascosas y bien zamarreadas. Hasta que la ventolera cago de susto a una y pasmo a la otra varios años. Hasta que la ventolera le devolvió el deseo y el habla a cada una, y pudimos abrazarnos con confianza en la calle un día que yo iba al trabajo y ella se tomaba una cerveza en la plaza.
Carla Cortez Cid